En el 2010, hubo una mañana que jamaqueó al país con
la noticia sobre el asesinato de un niño. De
inmediato, el caso captó la atención del país por su naturaleza. En una Isla
con limitada extensión territorial en que hay demasiado clasismo, el caso abonó
a colocar sobre el tapete que no hay niveles socioeconómicos exentos de conflictos,
y que tras meras apariencias se ocultan familias y personas quebrantadas.
Cuando ocurrió el crimen, el niño Lorenzo González
Cacho tenía ocho años. Según la historia publicada en medios, un drama comenzó
cuando Ana Cacho llevó a Lorenzo al Centro de Diagnóstico y Tratamiento (CDT)
de Dorado a eso de las 5:30 de la mañana. Dijo la madre del menor ahí, que el
niño se cayó de la cama en la residencia (en Dorado del Mar) y que su hija le
avisó que estaba lastimado.
La lógica dicta que hay una responsabilidad primaria
en adultos a cargo de menores. La opinión pública pregunta: ¿Qué hubiese ocurrido
con los adultos responsables de haberse dado los hechos en un barrio, comunidad
o residencial público? Luego se confirmó que fue un terrible homicidio.
El 8 de marzo de 2016, seis años después, se radicaron
cargos contra un hombre manco, y hay un razonamiento lógico que alimenta la duda:
¿Cómo es posible sujetar y agredir con una mano a un niño de 8 años que en
fotos se ve saludable, vivo, y que practicaba deportes? ¿Cómo es posible que no
se escuchasen los gritos del niño?
El caso del niño Lorenzo
entre reclamos de justicia y
ante abismales márgenes de duda razonables, requiere una solución que elimine dudas
y que no quede como herida abierta. Imposible que sea voluntad divina la impunidad.
Muy correcto es el pensamiento de que la paz es fruto de la justicia. El país
entero necesita más justicia. Ojalá que el hombre manco no sea una nueva
versión de Lee Harvey Oswald. Reclamos de justicia para Lorenzo y para otros
casos siguen ahí…
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