“La patria tiene el paisaje que amamos,
sus colores y las estaciones, el olor de su tierra que humedece su lluvia, la
voz de sus aguas de quebrada (la de mar es más como la de todas las patrias que
dan al mar); sus frutos y canciones y formas de trabajo y de fiesta; sus platos
de celebración y los austeros y socorridos con que afronta el sustento de todos
los días; sus flores y hondonadas y veredas –pero, por sobre todo, su gente: el
pueblo, la vida, el tono, las costumbres, las maneras de entender, de hacer, de
llevarse unos con otros. Sin eso, la patria es nombre, o abstracción, o a lo
sumo, paisaje. Con la gente, es patria-pueblo. Por eso digo que quienes
profesan amar la patria y desprecian al pueblo sufren un grave enredo de
espíritu. Lo sufren –y no debemos suponer que sea de perversidad o mala fe–
quienes con palabra o por implicación de sus acciones dicen, ‘¡que se salve la
patria aunque se hunda el pueblo!’ El cariño ha de ser a la patria entera, a la
patria-pueblo. ¿Cómo no lo hemos de sentir? ¿Y quién puede decir que hace daño
sentirlo? Es grato al espíritu y es enaltecedor sentir ese cariño. De lo que
tenemos que resguardarnos en el mundo en que vivimos es de confundir el amor a
la patria-pueblo con el concepto fútil de pequeño e ingenuo estado nacional. No
hay mandamiento de ley divina o humana que diga que las patrias tienen que
estar aisladas, ser suspicaces, vanidosas y cerreras, máquinas generadoras de
la desconfianza y del odio entre los seres que pueblan la ancha igualdad que
hizo el Señor sobre la tierra”. –Luis Muñoz Marín
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